Odilon Redon, “Mi retrato” (1867), © Musée d´Orsay
El hecho de que tradicionalmente haya sido concebido como un artista de difícil comprensión, ha estado relacionado con que Redon no se identificara ni con la pintura más académica ni con las modas imperantes en el último tercio del siglo XIX francés (impresionismo y postimpresionismo), a pesar de que eventualmente se reflejara en ellas. También con su versatilidad estilística y con la dificultad para el público, de aprehender el mismo simbolismo en la pintura, movimiento originariamente literario, pero que en lo visual, dentro de su diversidad, tuvo aportaciones tan sugestivas como las de Puvis de Chavannes, Gustave Moreau o del propio Redon; incluso, en sentido amplio, las de H. Rousseau o Paul Gauguin, por el que coetáneos y sucesores manifestaron tanta admiración e influencia.
Odilon Redon, “Flores, amapolas y campanillas” (1866-68), © Staatliche Kunsthalle
Obras tempranas de esta antología como sus “Flores, amapolas y campanillas” (1866-68) o “Mi retrato” (1867), que nos recuerdan ligeramente a predecesores como Manet, nos revelan a un pintor moderadamente tradicional, formado a mediados del siglo XIX en la pintura académica con Stanislas Gorin (incluso brevemente con el célebre Gérôme), con ánimo de ingreso en la Escuela de Bellas Artes de París. Conocedor de la obra de los románticos, entre ellos de Delacroix (a él asociamos sus frecuentes bocetos de caballos), así como de Goya y del paisaje de Millet y de la Escuela de Barbizon (especialmente de Corot), Redon flirteó con estas influencias pasadas y contemporáneas, pero no siguió fielmente ninguna de ellas. Ejemplo de ello, las naturalezas que pintó del norte de España en aquellos años 60, que se nos ofrecen también en las primeras salas. Junto a su primer conjunto pictórico, obras a lápiz y a carboncillo, a modo de estudios, conforman unos años en los que su estilo, variable y evolutivo, no estaba aún “definido”.
Odilon Redon, “El ojo como globo grotesco se dirige hacia el infinito”. Lámina I del álbum “A Edgar Poe” (1882). © Gemeentemuseum, La Haya.
Es en los años siguientes, a partir de finales de los 70, en los que comienza a apreciarse tanto un estilo más personal como una versión más “oscura” de su obra; concretamente en la producción gráfica de sus llamados “negros”, a los que se dedica en este caso un importante espacio. Esta etapa aporta tal vez la versión más intimista y misteriosa del pintor. Por una parte su serie de diez litografías “En el sueño” (1879) nos muestra a un Redon heredero de la versión más tenebrosa del romanticismo y del simbolismo de William Blake, aunque menos lírico que aquel. Encuentra en esta serie una especial filiación con los temas oníricos, que serían tan del gusto de los simbolistas y que lo sitúan como precedente al surrealismo. Lo onírico se observa repetidamente en otros ejemplos de esta muestra, como su carboncillo casi homónimo “El sueño”, que dibujó una década después. Filiación también aquella con los llamados (o mal llamados) “poetas malditos”, en su serie “A Edgar Poe” (1882), cuya obra conoció por las traducciones de Baudelaire y de Mallarmé, no olvidemos, líderes del simbolismo literario, disciplina en la que comenzó verdaderamente este movimiento, tal y como declaró el poeta Jean Moréas en el primer manifiesto simbolista (1886). De hecho, unos años antes (1875), Manet y Mallarmé habían trabajado conjuntamente para la publicación de una traducción ilustrada de El Cuervo del mismo Allan Poe.
Odilon Redon, "Hubo tal vez una visión primera ensayada en la flor". Lámina II del álbum “Los orígenes” (1883). © Gemeentemuseum, La Haya.
Todos los temas más comunes de los simbolistas, muchos heredados de los románticos, entre ellos lo literario y lo legendario, lo mitológico y lo bíblico, lo irreal y fantasioso, lo misterioso y lo místico, o lo medieval y alegórico, Redon los personalizaba o los hacía propios. Se aprecia así en “Los orígenes” (1883), tercera compilación litográfica que refleja su formación con Armand Clavaud en torno a los experimentos científicos y las teorías del darwinismo.
En ese mundo onírico, que será tan del gusto del surrealismo, el ojo se convierte en el mejor emblema de la iconografía de Redon. El ojo como símbolo de la visión ulterior del artista (lámina VIII de “En el sueño”), como algo grotesco hacia un mundo infinito (lámina I del álbum “A Edgar Poe”) o como parte de lo fantástico o irreal (láminas II y III de “Los orígenes”). “El ojo como adormidera” (1892) o como símbolo de lo delirante, el ojo de su célebre cíclope (obra ausente en esta muestra), y cómo no, el ojo como símbolo mismo de lo onírico, como sería tan frecuente en los más grandes surrealismo, Magritte y Dalí; ojo también de la puerta de acceso del universo interior del artista al mundo exterior (y viceversa). Odilon Redon, ““Pegaso/La cima” (1895)”. © Van Gogh Museum
“Ojos cerrados” (1890); una de las obras maestras en esta retrospectiva, con la que se abre el tránsito hacia la siguiente etapa de Redon, coincidiendo con los años en que Albert Aurier fuera publicando en varias revistas, sus ideas sobre el simbolismo en la pintura. Comienza en los años 90 la obra más interesante, variada, versátil y más colorista de Redon, que podemos recorrer precisamente en la planta superior. En esa transición, destaca por una parte una alternancia monocromática y cromática, como en las litografías a color que le encomendó Ambroise Vollard, y al mismo tiempo, una evolución hacia el color, que se localiza en las temáticas más variadas del artista, casi todas, cultivadas ya en años anteriores. Así, en el tema ecuestre, que había tratado desde sus primeros años, esta evolución es más que evidente, desde obras monocromas como su “Pegaso cautivo” (1893) a su “Fantasía” (1897), en la que el boceto a pastel casi nos recuerda a los caballos de Degas, pasando por su “Pegaso/La cima” (1895), donde las tonalidades más vivas parecen casi adelantarse a un posterior Franz Marc. En lo religioso, pasamos de su apagado “San Juan” (1890) a sus “Mujeres al pie del crucificado” (1892), en la que casi nos recuerda a Gauguin, como lo hará en otras ocasiones. En el paisaje, donde la pincelada es más libre, algunas obras pronto muestran ciertos guiños a los impresionistas, como su “Cielo nublado sobre una landa” (anterior a 1890) o su “Paisaje” (1890), alcanzando un colorido más vivo en su “Peyrelebade” (1897). Continuó por aquellos años con su temática floral (1895), potenciando otras como la literaria o musical, en trabajos en los que pervive la estética sombría anterior, como es el caso de “Parsifal” (1892) o “Brunilda (ocaso de los dioses)” (1894), ambas en homenaje a Wagner.
Odilon Redon, “Árbol sobre fondo amarillo” (1900). Carboncillo, óleo y temple sobre lienzo para la decoración del comedor del castillo de Robert de Domecy. © Musée d´Orsay
Es en este punto en el que llegamos al sincretismo en las artes, preclaro en el espectáculo de la ópera wagneriana (Gesamtkunstwerk), así como en este caso, en la decoración de las quince pinturas que Redon realizó justo en el cambio de siglo, para las paredes del comedor del castillo del barón Robert de Domecy en Domecy-sur-le-Vault. Sala maestra de la exposición, es el más brillante ejemplo tanto de pintura decorativa como de eclosión de la fusión de las artes. Para este reto de monumentales y finos lienzos en óleo y temple, de evidente luminosidad, el artista se inspiró en la pintura japonesa. Si cerramos por un momento los ojos y nos transportamos al París de la Belle Époque, podríamos imaginarnos en esta estancia uno de aquellos encuentros entre grandes artistas, como los que casi una década antes, en 1891, tuvieron lugar en la casa de Mallarmé, entre el propio poeta, Odilon Redon y Claude Debussy. Las pinturas evocan el exotismo propio de piezas de Debussy como sus Arabescas (1888), versos del propio Mallarmé, o la misma sinestesia en las artes, tan del gusto de estos artistas.
“Ramo de flores silvestres en un jarrón de cuello largo” (1912), © Musée d´Orsay
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